El Rito atroz de una secta antigua

Muerte del MaestroPor Nicomedes Zuloaga P.

Una misteriosa secta, nacida en las arenas del desierto, practicaba un rito atroz e iluminador. Se trata de un extraño “omen” en el cual, dentro de un círculo mágico, se asesinaba al mejor y más sabio de sus maestros quien encarnaba la bondad, la justicia y el amor. Para llevar a cabo la acción abominable, se seleccionaba al más envidioso, al más avaro y al más soberbio de sus miembros. O al menos a aquellos que, por sus acciones, eran fieles representantes de tan universales, como disimuladas debilidades.
Con el tiempo, la antigua secta, parece haberse mimetizado con la sociedad secreta del fénix y con algunas instituciones sombrías dependientes de todas las grandes religiones. Por medio del rito y de su repetición, los sabios remotos descubrieron que la ignorancia, el fanatismo y la ambición, las tres, hijas de la envidia, la avaricia y la soberbia eran el origen de todo crimen, guerra o tragedia.
Durante la ceremonia, bajo la estrellada bóveda del cielo, se trazaba un círculo sobre la arena. El envidioso, el avaro y el soberbio debían invocar y descubrir un nombre misterioso. Al pronunciarlo, por acción de ciertos demonios, sus propios cuerpos encarnaban el amor, la justicia y la sabiduría ya que transmigraba en ellos el espíritu del sabio y eran, de inmediato, muertos por la mano misteriosa de un demonio. Al descubrir sus debilidades atroces, tenían un destello único de la visión de la verdad y de la luz. Esta muerte era gloriosa y, considerada por la hermandad, como el mayor premio y el paso definitivo a un tipo de santidad inexplicable y oculta al común de los hombres.
Sin duda que se trataba, no de un castigo ejemplar, sino de la mayor oportunidad para alcanzar la luz dentro de las cavernas del alma.
La envidia, por ejemplo, es una enfermedad rampante entre nosotros. Se trata de una visión tan repulsiva y destructiva que, todo ser, niega su sombra. Pero, en verdad, se desarrolla y crece desde la primera rabia de los tiernos años. La psicóloga austriaca Melanie Kein llegó a descubrir su origen en la teta materna. Lamentablemente, si hurgamos en las profundidades del ser, descubriremos la envidia como motor de las grandes taras de nuestra extraña cotidianidad urbana. Qué oportunidad verse cara a cara con el monstruo de la envidia, para morir y liberarse, en un instante y renacer.
La avaricia es la causa, no sólo de nuestra frustración cotidiana en este mundo del materialismo desenfrenado. Aún después de haber alcanzado la cima, el avaro quiere más. Lo quiere todo. Está dispuesto a comprarlo o, peor, a guardarlo.
Pero la más fascinante de las pruebas de aquel rito de muerte se refiere a la soberbia que, en las sectas que heredaron aquellos extraños rituales llamaron “ambición” definición más ambigua y benévola. Hasta se podría considerar la “ambición” como algo positivo. Por ambición podemos lograr grandes metas y es la base de grandes logros. Ni remotamente, describe la fealdad de la soberbia que, a diferencia de la calumnia, se le considera como el mayor de los pecados capitales. Desde un punto de vista externo, Se manifiesta la soberbia como querer tener siempre la razón, aunque no se la tenga. Sus sinónimos son arrogancia y vanidad.
Con la soberbia no hay escapatoria. Se ha observado que la soberbia se manifiesta por las razones más pueriles y a veces, las más irracionales. La forma de soberbia más común se refiere al ejercicio del poder. Todo poderoso, por lo general, se convierte en soberbio. Recuerdo algunos gobernantes del pasado, cuya soberbia era proverbial. Como el poder emana de distintas vertientes, la soberbia se acicala y se viste con variopinta vestimenta. La del político puede ser una soberbia desdeñosa, como la del viejo líder sindical, o arrogante como la de aquel presidente que pretendió anonadarnos con su correcto verbo, su pretendida rectitud y su fe religiosa. O agresiva, mordaz y amenazante. Soberbia que justifica desafueros y que miente, para tener la razón, pase lo que pase. O el ciego expectante que nunca ve lo que ocurre a su alrededor y pretende “no darse por enterado” con un gesto displicente.
El soberbio religioso es quizás el que más asesinatos y crímenes lleva sobre sus espaldas. Su bandera es el fanatismo y, por lo general, afirma que hay un solo dios, una sola ley sagrada, un solo camino para la salvación y una sola iglesia. Todo aquel que no beba de las aguas de aquella única sabiduría está destinado hervir en alguna profunda paila de un infierno candente o gélido, según el caso. Por estar cerca del dios único y por ser su predilecto, se cree superior a todos y con derecho a juzgar y a condenar. El “sabio” religioso es también moralista. La moral, es decir, la costumbre, rige su vida y por ley, la vida de todos. Como el es conocedor de aquella ley, inspirada por el dios, puede dividir las aguas. A un lado los buenos y al otro los malos. Durante la cruzada asesina contra los “Hombres buenos” de los Pirineos Orientales, Simón de Monfort mandó a quemar a todos los habitantes de una aldea. Le atribuyen haber se expresado así: “Quemadles a todos, que Dios reconocerá a los suyos”. La soberbia tiene que ver con esa actitud de supremacía que, a lo largo de la historia, tantas muertes ha dejado.
También existe la procaz soberbia racial. El éxito que las razas blancas tuvieron en la conquista de otras etnias envaneció a esta gente que, de pronto, se sintieron con derecho a subyugar a casi todos los pueblos de la tierra. Los albos imperios se extendieron por extensiones lejanas, desarrollando una industria esclavista sin precedentes. Continentes enteros se convirtieron en arrabales de los imperios de occidente. Los pueblos originarios arrastrados y maltratados como bestias y la “raza poderosa” y soberbia, justificó sus crímenes con mil teorías y manipulaciones. Pero con el tiempo, aquellos mismos pueblos subyugados, armados con banderas de venganza, pretenden la supremacía soberbia de sus antiguos opresores.
Y qué hay del rico, del profesional exitoso, del “self made man” del que trabajó su ascenso hasta la cima “honradamente”. Del que alcanzó la fama gracias a su talento y dedicación. No sabe acaso que las variables para su éxito son infinitas. Qué tuvo que nacer en ese espacio y tiempo, de aquella familia humilde o poderosa, llegar aquel día de su primera entrevista con la disposición adecuada, o nacer con el talento que le permitió ascender por la escalera del éxito. Haber bajado a tomar el café con su socio, o romper con sus asociados para crecer. El soberbio es capaz de desconocer las variables infinitas que ingenuamente atribuimos al azar, cuando quizás dependan de un intrincado y perfecto “plan” establecido.

Desde un punto de vista interno, el soberbio se cree superior a los demás. Basta considerarnos superiores a cualquier ser humano, para ser soberbios. Una amiga, orgullosa de su academicismo, se considera superior al que no ha sido tan borlado. Nada más ingenuo y alejado de la verdad. Lo cierto es que somos inferiores, en alguna medida, a todos los seres humanos de este planeta. Todos, sin excepción, nos superan en alguna medida y tienen algo que enseñarnos. Ese es el conocimiento que mejor describe a la humildad. A veces, el más humilde de los humanos, guarda para nosotros la más valiosa enseñanza. El soberbio niega esa realidad indiscutible y, con ello, pierde el acceso a la sabiduría: aprender de todo y de todos, en todo momento.