CANAL, el drama circular de Nicaragua y Centroamérica

El drama circular de Nicaragua y Centroamérica

Primera edición de Canal, editorial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 1987.

Prólogo de Edmundo Ribadeneira.

«Hombre de muchas y muy valiosas facetas creativas, Nicomedes Zuloaga ocupa con honor un puesto de alta significación dentro de la cultura venezolana. Ha sido actor en su vida universitaria; periodista, estudioso de la filosofía, ensayista, poeta, cuentista, novelista y diplomático, actual Agregado Cultural de la Embajada de Venezuela en Ecuador. Complace en tal virtud, a la Casa de la Cultura Ecuatoriana, la publicación de la Novela “El drama circular de Nicaragua”, a través de cuyas páginas Nicomedes Zuloaga entra en el vidrioso tema de la realidad centroamericana, en permanente trance de la trágica explosión por culpa de la ingerencia política norteamericana. Aquello de “drama circular” alude, percísamente, a una recurrencia opresiva que funciona como una noria de explotación y abusos sin tregua. Esto es lo que hay en el fondo de la novela de Zuloaga; tratada como una fábula muy rica en detalles, llena de matices de toda índole, el gran personaje de la novela es William Walker, contradictorio y siempre discutido en sus pintorescas versiones de pirata, filibustero y asesino. Protagonista y testigo de su tiempo, Walker se confiesa en el libro de Zuloaga, y lo hace con cinismo, amenidad y contrito por haber cometido desafueros que engranan, de cualquier manera, en una historia que se repite y abarca desde Marco Polo hasta nuestros días, y que sólo terminará “si el hombre crece dentro del animal y muere antes de la muerte y descubre la paz en el flujo tranquilo de la sangre”. Novela apretada, pero ágil, esta del escritor venezolano se añade a su extensa obra literaria y demuestra, como toda ella, el talento fecundo y Multivario de su autor».

EL OTRO MAR DE BALBOA

A pesar de las advertencias de Pizarro, Encisa siguió adelante. Desconfiaba de aquel náufrago. Quería llegar a tierra firme para confirmar lo que afirmaba el adelantado de Ojeda. Quiso ver el lugar donde se había realizado la batalla contra los indios Caribes. Así, las naves de Encisa pusieron rumbo al golfo de Urabá. A medida que se acercaban a la costa, se fue levantando un viento fuerte. El oleaje se hizo más cortado y las crestas blancas cubrieron las naves. A las pocas horas, estaban en medio de una tormenta.

— ¡Hay demasiado viento! —gritó Encisa a su piloto.

Casi no se podían escuchar los gritos del capitán. El mar se volvió negro y luego completamente blanco. La espuma de las olas empezó a barrer la cubierta con furia. La embarcación de Encisa empezó a dar pantocazos. Cuando las olas se despedazaban contra las amuras, se convertían en mil cristales que se enterraban en el rostro de los que intentaban trabajar en cubierta para mantener el navío a flote. Unos hombres estaban dedicados a la tarea de achicar. Otros trataban de recoger el poco trapo que quedaba sobré la arboladura. Embarcaban mucha agua.

Encisa empezó a buscar los bergantines que lo acompañaban. Ya estaban cerca de la costa. Pero la noche cayó sobre el Caribe. La tormenta siguió maltratando al barco. Las olas se convirtieron en sombras enormes y amenazantes. Las vergas y el palo mayor se vinieron abajo. Un hombre que trabajaba en cubierta murió aplastado.

— ¿Qué pasa con ustedes? —exclamó Encisa— ¡Hay que ayudar a ese marinero! Se aferraba al timón para no ser arrastrado por las aguas. La tormenta llevó los barcos cerca de la costa. Un golpe tremendo se escuchó.

El pantoque del barco se hizo pedazos. Un coro de gritos se escuchó desde la bodega. El barco embistió un bajo. Poco después, se había desintegrado. Sólo quedaban pedazos de madera flotando. En el momento del naufragio, Balboa organizó a los hombres para rescatar algunas cosas. La mayoría logró salvar la vida. Aferrados a pedazos de madera, lograron pasar la noche. Al día siguiente, en cuanto despuntó el sol, uno de los hombres alcanzó a ver la arboladura de los bergantines que se habían perdido la noche anterior durante la tormenta. Ambas embarcaciones iban atentas a cualquier vestigio del barco de Fernández. Los náufragos empezaron a gritar. Algunos se subieron a los maderos. Entonces vieron con alegría que los navíos pusieron la proa en dirección a la costa. Encisa había salvado milagrosamente la vida y, con él, Balboa y Pizarro.

Una vez a salvo, Encisa decidió continuar su viaje en lugar de regresar a La Española. Ya Balboa se había convertido en el consejero de Encisa. Sobre todo, Balboa quería llegar a tierra firme. En La Española lo esperaban sus acreedores y, con toda seguridad, la cárcel.

Los dos bergantines eran pequeños. Los marinos iban hacinados. No eran naves preparadas para transportar tantos hombres. Tampoco tenían suficientes vituallas. En el naufragio del barco de Encisa, se perdieron gran cantidad de armas y municiones.

Pero el mar estaba tranquilo y se sentían seguros. A pesar de las advertencias de Pizarro respecto a la ferocidad de los indios, Encisa puso rumbo a las fortificaciones que había mandado a construir Ojeda en la entrada del golfo de Urabá.

Desde la costa, los aborígenes observaron la llegada. Sabían que aquellas velas blancas no traían nada bueno. Era tarde ya para acercarse a esos hombres con intenciones de paz. Pero las aguas del golfo eran tranquilas. En la costa no se veía movimiento alguno. Pizarro insistía.

– No se confíe, señor, le aseguro que están observando todo lo que hacemos. Esa selva está llena de indios. Son feroces como hienas hambrientas.

— No se preocupe, Pizarro, seremos cautos. –

Encisa dio la orden de bajar los botes. Tan pronto como echaron pie a tierra, fueron atacados por los indios. Una lluvia  de flechas alcanzó a los adelantados que se refugiaron detrás de unos arbustos y empezaron a disparar hacia la zona de donde salían las flechas. Pero empezaron a morir hombres que apenas habían sido heridos levemente. Ya Pizarro había advertido al capitán sobre el peligro de las flechas envenenadas.

Balboa peleó como ninguno. Muy pronto, era quien dirigía la lucha contra los indios. Tenía una especial habilidad para mantenerse ileso — Ahora —pensó Balboa— es el momento. Ya su opinión se empezó a convertir en una especie de orden tácita para el superior. Balboa se daba cuenta.

-Esta es una lucha absurda, señor —dijo Balboa. — Ojeda ya fracasó en este mismo sitio. Yo conozco estas’ costas. El territorio es inmenso. Cuando navegué esta costa, la primera vez, encontré indios mansos. Acá perderemos muchos hombres no creo que esto tenga sentido. Esto es un suicidio. Podemos instalar una colonia en otra parte.

Al fin, Encisa tomó la decisión de retirarse.

Los hombres estaban contentos de salir de aquel lugar. Zarparon y ahora era Balboa el que los guiaría hasta el territorio de los indios mansos que él había conocido cuando navegaba con Bastidas.

— Nos recibieron bien —decía Balboa— hicimos trueques y conseguimos comida. Balboa indicaba el sitio donde los habían recibido en aquella oportunidad. Estos son de mejor carácter que los de Urabá. Le puedo asegurar que son pacíficos.

Pero la autoestima de Encisa le impedía seguir los designios de Balboa. Al fin y al cabo, se trataba de un tipo de dudosa reputación, de un maula que había escapado de La Española. Encisa reaccionaba como aquellos débiles investidos de un poder que los sobrepasa.

— Balboa —dijo Encisa— no se olvide que el jefe de esta expedición soy yo.

Vasco Núñez y Pizarro cruzaron una mirada. Balboa asintió con la cabeza.

— Lo que haremos —continuó Encisa— será buscar la manera de atacar ese pueblo Ahora déjenme tranquilo.

Los llamaré cuando estemos listos.

— iQué necedad! — comentó Balboa en cuanto salieron del camarote.

Esta vez, esperaron que se hiciera de noche. Desembarcaron en silencio. Las órdenes de Encisa fueron no dejar a nadie con vida. Como sombras devastadoras, con -sus armaduras y espadas, los hombres de hierro, los barbudos, cayeron sobre el pueblo. Hombres, mujeres y niños fueron masacrados. Las sombras se acercaban hasta las hamacas donde las mujeres eran asesinadas junto a sus criaturas. El pueblo fue rápidamente dominado. Los pocos sobrevivientes fueron amarrados como perros. Allí, se estableció una primera avanzada. Los españoles empezaron a buscar oro. Cualquier adorno, por pequeño que fuera, era arrancado a las indias. Los cadáveres también fueron revisados uno a uno y despojados. Los indios no entendían de qué se trataba todo esto. Para ellos, era incomprensible que aquellos barbudos hubieran asesinado salvajemente a todo el pueblo con la única finalidad de robarse los adornos.

Los hombres de Encisa empezaron pronto a comerciar con los indios sobrevivientes. Querían más oro. Todo el oro. Pero había muy poco en aquel lugar. Cuando Encisa descubrió que no estaba allí el oro, prohibió a sus hombres que comerciaran con los indios. Todo eso era para él. Hubo entonces problemas. Se paseaba por el pueblo en medio de la mirada de odio de sus hombres.

— Es un ladrón —afirmaba uno en voz baja—.

— Es una porquería.

El clima de la expedición se fue haciendo insostenible. Ellos habían cruzado el mar en busca del oro. En busca de su Dios. Les habían contado mil historias. Ellos debían haber llegado a un lugar donde los palacios eran de oro y donde existía un refinamiento y exotismo sin igual. Pero “Las Indias” eran calor, zancudos furiosos, hombres y mujeres desnudos que vivían como animales y apenas tenían un poco de oro. Muy pronto, se armó una sublevación. Los hombres de Encisa se sintieron engañados. No se daban cuenta de que los traicionaba su avaricia y, por qué no, su propia estupidez. Los adoradores del oro estaban lejos de España. Ellos, no se dejarían usurpar sus “derechos” por aquel, señorito.

Muchos hablaron de asesinar a Encisa. Otros opinaban que había que subirlo a un esquife y obligarlo a partir solo. — iQué forme él su colonia!

Aquella aldea indígena masacrada se había convertido en la primera colonia de tierra firme. Los hombres sólo respetaban la palabra de Balboa. Era el verdadero líder de aquella banda de salteadores hambrientos.

En medio de la sublevación, apareció Balboa en la casa que habitaba Encisa. El señorito estaba iracundo. Las casas de los indios estaban plagadas de pulgas. Eso también tenía a los hombres irritados.

— Señor, me piden que le hable a vuestra merced. Quieren que le diga que usted debe recordar que no estamos en territorio de Ojeda. Que estas son las tierras adjudicadas al señor Nicuesa. Nadie sabe donde se encuentra Nicuesa. Nadie quiere aceptar sus órdenes, señor. Muy animosa está la gente. Me han pedido que me encargue de administrar las órdenes. Opino que será mejor que me coloque al frente.

Encisa, iracundo, le miró como un perro rabioso.

— Bajo ningún respecto voy a recibir órdenes de un insubordinado.

Balboa lo observó meditabundo. Con tono de voz sosegado, le dijo:

— Muéstreme sus títulos.

Encisa titubeó. Sabía que Balboa estaba al tanto de que sus títulos se habían perdido.

— Sabes bien que mis documentos se han perdido en el naufragio.

— Entonces, Encisa, no tienes títulos. Nadie está dispuesto a obedecerte. No tienes autoridad. Yo tampoco te obedeceré. Hemos arriesgado nuestras vidas al venir a estas tierras. Vinimos como tú, en busca de riquezas. Ninguno de estos hombres ha venido aquí en calidad de esclavo…

— ¿Tú Balboa, de qué hablas? Me debes la vida. Llegaste a mi barco como prófugo. La justicia te busca en La Española. Eres el menos indicado para venir a presionarme.

Pero Balboa no perdía su temple. Mantenía la serenidad. No le importaba que lo tratara como delincuente. El sabía que ahora la situación era distinta. Muchas millas de olas encrespadas lo separaban de La Española.

— Ahora somos iguales. Todo eso quedó atrás. De hecho, yo era un prófugo hace tiempo. Ya no lo soy pues no hay nadie con autoridad para detenerme. Tú tenías un barco que ahora no tienes y unos títulos que podías mostrar. Además habían hombres que te respetaban y querían seguirte. Ahora ya no tienes barco, ni títulos ni hombres. Olvídalo, no puedes prohibirles a estos hombres que comercien con los indios. Es insensato. Nada de lo que les ofrecías han conseguido. Ahora, te hablo como Hidalgo. Desde que subí a bordo te he prestado mis servicios como el mejor. Salvaste la expedición en varias oportunidades gracias a mis indicaciones. Una vez más te digo que debes escucharme. Tengo experiencia con este tipo de hombres. Ellos piensan que tú quieres quedarte con todo el oro de los indios. Piensan que eres codicioso. ¡La codicia! Eso puede terminar con este viaje.

En realidad había poca riqueza. Balboa también quería sacar el mejor provecho de su viaje. Pensaba que, con una parte de ese oro, podría pagar sus deudas en La Española. Quería legalizar sus acciones, por eso, se reunió con tres de sus más cercanos colaboradores y los envió en busca de Nicuesa.

— No puede estar muy lejos —decía Balboa— váyanse ya. Lo encontrarán en algún lugar de estas costas. Hay que conseguir cierta autonomía para esta colonia. Eso nos asegurará que lo que consigamos será nuestro. De lo contrario, estamos trabajando para Encisa.

Los hombres partieron en uno de los bergantines. A lo lejos, en una bahía, encontraron uno de los barcos de Nicuesa anclado. Estaba desvencijado.

Desde la playa, hacían señales un grupo de harapientos. Los hombres de Balboa descendieron. Nicuesa había perdido a casi todos sus soldados. Algunos de los sobrevivientes eran utilizados como bestias de carga y realizaban labores propias de animales. Toda la flota de Nicuesa se había perdido, salvo uno de los barcos.

Los embajadores de Balboa encontraron al señor Nicuesa muriéndose de hambre. De ochocientos hombres, sólo le quedaban sesenta. El viejo se había vuelto completamente loco. Los hombres bajaron algunos víveres para alimentar al ejército de harapientos de Nicuesa. Pero, como había perdido el juicio a causa de las calamidades y fracasos, empezó a amenazar a los tres enviados. Estos hombres, en realidad, eran sus salvadores, pero él los trató como lacayos, la vanidad había perturbado al pobre hombre que ya no se daba cuenta de que “su ejército” era un puñado de mendigos.

— Todas las riquezas y el oro que encuentren en esas tierras es mío. Haré juzgar a cualquiera que haya robado una onza.

Nicuesa se paseaba de un lado a otro en harapos después de haber comido y bebido lo que le traían los tripulantes del bergantín. No se daba cuenta que su expedición era un fracaso.

— ¡Voy a enjuiciar a todos los que intenten usufructuar mis tierras!

Vociferando, advertía que les cortaría el cuello a todos los hombres de esa colonia de piratas. El se consideraba el dueño natural del oro.

En vista de los problemas que se avecinaban, dos de los hombres se dirigieron hacia el Darién para avisar a Balboa. La noticia corrió rápidamente de boca en boca y la situación se hizo mucho más complicada.

Cuando el barco de Nicuesa se acercó al Darién, una turba iracunda lo esperaba en la costa. Una vez anclado, intentó bajar pero una comitiva subió a bordo para advertirle que desistiera de sus intenciones. No tenía sentido seguir adelante.

— La gente espera que usted pise tierra para matarlo

— le advirtió Balboa.

Pero Nicuesa estaba tan loco que seguía gritando. Desde la cubierta de su barco, empezó a gritar toda clase de improperios. Greñudo, con la barba sin arreglar y vestido con ropas prestadas, corría de un lado a otro. Al fin, Balboa logró hacerlo entrar en razón.

— Señor Nicuesa, sólo deseo ayudarlo. Me gustaría que descendiera. Déjeme un par de días para hablar con la gente. Les diré que retira lo dicho. Así podrá recuperar su autoridad.

Los hombres de Nicuesa ya habían abandonado el barco. Con él, sólo quedaba un puñado. Balboa se lo hizo entender. Al fin, decidió quedarse a bordo. Cuando había llegado el navío, los hombres que rodearon el barco y amenazaba a Nicuesa con matarlo, venían liderados por Encisa. Durante esos primeros momentos, Balboa estuvo sereno. No se dejó llevar por la pasión. Se dio clara cuenta de que Encisa había faltado el respeto al “gobernador”. Luego regresó a su habitación. Desde allí, se escuchaban los gritos de la gente en la playa. Muchos pedían la cabeza de Nicuesa. Balboa llegó a la conclusión que él tendría que salir a imponer el orden. Sería su mejor alternativa para tomar en forma definitiva el mando de la colonia.

La sola presencia de Balboa por las calles del pueblo impuso cierto clima de calma. Algunos se acercaban a preguntarle su opinión. Otros, buscaban su aprobación. Llegó hasta la playa. Cuando lo notaron, la turba de exaltados guardó un silencio sepulcral. Subió solo a un esquife y se dirigió hacia el navío donde se encontraba el “gobernador”. Llegó al costado del barco que bordeaba y subió lentamente a bordo. Con calma, como quien se acerca a un perro herido, se aproximó al viejo. Ya no gritaba. Se sentía solo y traicionado. Estaba humillado.

– Me recuerda, señor, soy Balboa. Me cuesta lograr que esta gente cambie su actitud. No debe descender por ningún motivo. Le podría ocurrir cualquier cosa. Ellos creen que usted ha venido a robarles lo suyo. No desembarquen hasta que yo le avise.

Nicuesa miró al hidalgo. Ya le había descendido la somnolencia de grandeza. Las palabras de Balboa eran razonables. Una vez que Nicuesa vio la cercanía de la muerte, despertó. Una gran humildad tomó el lugar de su arrogancia. Entonces, sintió que él podría convencer a los hombres de que ya había cambiado su manera de ver las cosas.

– Déjame bajar con usted. Ellos entenderán que he pasado por muy malos momentos. Les diré que pueden quedarse con su oro y eso será todo.

– No debe hacerlo. Lo matarán. No van a creerle. Balboa regresó a su esquife y se despidió del viejo con una sonrisa. Al llegar a la playa se encaminó hacia donde estaba Encisa y lo llamó aparte.

– Comprenda la situación del viejo. Está loco. Ha cambiado su actitud. No nos molestará. Esta colonia está muy lejos.

– No creo que nadie logre convencer a esta gente de semejante cosa. Si quieres intentarlo, no me opondré.

Balboa regresó al barco y le hizo firmar al viejo un documento donde garantizaba a los colonos que mantendrían sus riquezas. En la cara, afirmaba que su actitud hacia esa  gente se debía a un arrebato de cólera y que no tomaría ninguna represalia contra los colonos del Darién. Con este documento firmado, Balboa regresó a tierra. Empezó a convencer a los hombres de la equivocación que habían cometido. Pero Nicuesa volvió a enloquecer. Esta vez, del mal contrario. Detrás de Balboa, el viejo decidió descender a darles él mismo, la noticia. Pensaba que correría a abrazarse con aquella gente que ahora lo aceptaba. Iba a agradecerles que lo hubieran salvado del hambre y de los indios. Quería darles una gran muestra de afecto. Sin embargo, en cuanto el viejo puso  un pie en la playa, la multitud empezó a correr tras él para matarlo. Uno de los hombres, le lanzó una piedra que le dio en la cabeza. Nicuesa salvó milagrosamente la vida regresando al buque.

Después de este episodio, todas las posibilidades de salvación para Nicuesa habían terminado. Nadie quería escuchar a Balboa, y muchos se empeñaron en perseguir al anciano hasta el barco. En general, la opinión era que debían matar a Nicuesa. Según ellos, representaba un gran peligro para todos. Al fin, Balboa logró convencerlos de que lo dejaran zarpar en una embarcación semidestruida. Logró que le entregaran algunos pertrechos y, con unos cuantos fieles voluntarios, se hizo al mar. Aquella mañana, Nicuesa se había encerrado, ensimismado, en un camarote. Luego salió a la cubierta en cuanto salieron de las aguas tranquilas. Miró como quedaba atrás la costa del Darién. Se dirigía hacia un horizonte plomizo donde se encontraba el mundo que había dejado. Había perdido todo en aquella expedición. Pensó en el desolador espectáculo de aquellas tierras perdidas, de dragones que comen gente y de plagas. Regresó a su camarote mientras el barco se perdía en el infinito. Jamás se volvió a saber de él. Por última vez, soñó que era dueño de un gran reino. Que tenía miles de esclavos indios y que cientos de indias perfumadas recibían a los señores en el palacio dorado. Soñó con una montaña de oro donde vivían unos indios muy ricos y poderosos. Ellos habían llegado a quererlo. Pero se le subió a la cabeza un ataque de ira. Eso solía ocurrirle cuando estaba contrariado. Entonces, empezó a matar indios pacíficos. Realizó un gran saqueo  en la ciudad dorada. Al final, miraba a los indígenas como ganado y se alimentaba de carne de indio.

Como Encisa había encabezado la expulsión de Nicuesa, Balboa consideró que éste había perdido toda su autoridad legal. De nuevo Balboa comenzó a intrigar. Con la ayuda de Bartolomé Hurtado, organizó un golpe que dio como resultado que los colonos lo exigieran como gobernante.

Ya el extremeño presentía que el río que cruzaba al otro mar estaba cerca. No se atrevió a confesar a nadie aquella corazonada. Pero decidió poner todo su empeño y energía en un solo objetivo: adueñarse de la colonia arrebatada al viejo Nicuesa.

Encisa, Corral y Colmenares acusaron a Balboa, oficialmente, de haber sido el causante de la desaparición de Nicuesa. Pero a principios de 1511 ya Balboa era el señor indiscutible del Darién. Por eso, don Diego Colón lo nombró gobernador interino. Una vez instalado en el gobierno, comenzó a enviar expediciones de avanzados. Una de estas descubrió dos indios barbudos que se acercaron. Se trataba de dos desertores de Nicuesa. Los hombres fueron llevados hasta la presencia de Balboa. Cuando llegaron a La Antigua, nombre con el cual había sido bautizada la colonia, se armó un gran  escándalo. Los colonos se reían de aquellos hombres peludos completamente desnudos a la usanza de los indios. La gente avisó a Balboa de la llegada de los avanzados y de su extraña carga.

–¿Qué hacen pintados de esa forma? – preguntó Balboa.

–Estábamos con el señor Nicuesa, señor, casi nos moríamos de hambre y decidimos salvar nuestra vida internándonos en la selva. Fue una aventura. El español se rascaba la cabeza, estaba nervioso. Nos recibió en su tribu un cacique, el jefe Careta. Nos trató muy bien, pero llegamos a la conclusión que lo mejor era vestir a la usanza de los indios y aprender a utilizar sus armas. Pensábamos que jamás volveríamos a ver gente. Nos pareció que era mejor adaptarse a la vida de los salvajes. Estamos contentos de haberlos encontrado. Mi compañero regresó a la tribu para que no sospecharan que estoy aquí.

Los avanzados le propusieron a Balboa que preparara un asalto sorpresivo como lo había realizado Encisa. Pero balboa se opuso y decidió emprender una expedición amistosa.

Balboa llegó al pueblo de Careta y fue bien recibido. Careta aceptó realizar trueque para darle víveres. Todo iba bien hasta que le preguntó por el oro y Careta le contestó que no tenía. Además, como Careta estaba en guerra contra otra tribu, no podía ayudarnos demasiado. Esa tarde Balboa le ofreció su amistad a Careta. Se despidió cortesmente y, la misma noche, lo atacó realizando una masacre. El ataque de los españoles fue tan fiero y despiadado que Careta se rindió rápidamente para salvar su vida. Balboa hizo prisionero al jefe indio con toda su familia y cargó sus bergantines con todo lo que encontraron en el pueblo. Durante el viaje, Careta descubrió que Balboa miraba con cierta lujuria a su hija Anayansi. Entonces, decidió regalársela a cambio de su libertad y la de su gente. Anayansi era de facciones menudas y ojos expresivos. Balboa se quedó prendado de la indiecita. Aceptó el canje con la condición de que toda la tribu se pusiera a su servicio. Era una manera de hacerse con unos cuantos esclavos. Sin embargo, entre Anayansi y Balboa se inició una extraña relación. Ya Balboa había tratado con indios en su alquería, pero esta vez aprendió que no había necesidad de hablar para entenderse con esa gente. Anayansi empezó a profesarle a Balboa amor y admiración a toda prueba. En las noches, se subía en la hamaca de Balboa. Allí, lo amó hasta enseñarle el rudimentario lenguaje de los indios. Esta relación entre el gobernador y la india era la mejor garantía de paz para los habitantes de Santa María La Antigua. Al poco tiempo, Anayansi se convertiría en la más importante de los indios de todos los territorios de la corona española. Fue la silenciosa guía que llevó a Balboa a descubrir el “Mar del Sur”.

Una noche le preguntó a Anayansi de dónde venía el oro que los indios usaban. Anayansi le dijo que no había oro en Darién. Que el oro era de Dabaibe. Balboa se levantó y se sentó al lado de la cautiva Anayansi. Le preguntó más sobre el asunto. Dabaibe habitaba una montaña que estaba más allá del otro mar.

Balboa se imaginó en el otro mar. Su imaginación se proyectó en el tiempo y en el espacio. Sólo su cuerpo estaba al lado de la indiecita. Veía el gran mar y, más allá la montaña de oro y los habitantes del reino dorado.

Había llegado el blanco con sus caballos. Llegó con sus armas y venció a los salvajes a quienes se empeñaba en llamar indios ¿acaso no eran los habitantes de “Las Indias”?.

Balboa había sido de los primeros en emprender la gran aventura. Ocho años de ostracismo en La Española. Varios años más navegando en aguas borrascosas. Naufragios. Muerte. La vida en un hilo y, sin embargo, él continuaba con vida. Nada fue en vano, pensó, soñó aquel hombre. Al fin, de los labios de aquella indiecita, escuchó el relato y el nombre de aquella reina que habitaba el mundo de oro. Dabaibe… Dabaibe. Jamás olvidaría aquel nombre aunque todo fuera solo un sueño. Al fin escuchaba el nombre del paraje mitológico que todos buscaban. ¿Por qué tenía que ser él, en la oscuridad de una choza húmeda? Sin duda se trataba del misterioso reino de Cipango y Katay.

La montaña donde vive Dabaibe está después del otro mar -decía la indiecita en la oscuridad-.

Dime más, háblame de Dabaibe. ¿Dónde está Dabaibe? Te amaré siempre si me ayudas a llegar allí.

No estaban equivocados los descendientes de aquella raza cuyos ancestros, supuestamente tendrían el mismo origen que los tártaros. Aquella noche no durmió, pero todo el tiempo, la indiecita sentía su respiración agitada. Lo abrazaba. Se soñó entrando en el reino de Dabaibe. Era un sueño claro y vivido. Ante sí, encontró una montaña gigantesca. Su dimensión era descomunal. Jamás había visto montañas como esa. Llegó a pie y fue recibido por dos guardias vestidos con finísimas telas. El oro adornaba su cuello y pesados brazaletes brillaban bajo un sol poderoso. En ascenso llevó varios días. Cada noche, paraban en edificios construidos a la orilla del camino. Eran atendidos con un refinamiento nunca visto en corte alguna. El interior de los edificios estaba totalmente cubierto de oro. Danzarinas amenizaban con una extraña y sutil lujuria. Si así eran esas mujeres no quería imaginarse a Dabaibe. La gran Diosa del oro que vivía en la montaña cercana al sol. ¡Marco Polo estaba equivocado! El Reino de Dabaibe era, sin duda, más importante que Cipango. Las mujeres eran de cuerpos delicados y sus pies se posaban sobre el piso como mínimas caricias. Soñó que la carga era transportada por extrañísimos animales que también estaban adornados con prendas de oro. Durante el viaje, estos animales charlaban como humanos. Hablaban sin parar mientras avanzaban. Los hombres que guiaban a Balboa no hacían caso de la conversación de estos animales. Balboa habría aprendido el idioma de las bestias, pero pensó que no se trataba de una lengua de este mundo. Desde la cima de la montaña, divisó el otro mar. Era el más inmenso de los mares. Entró al palacio de la reina donde fue recibido con el boato propio de los reyes. Era algo normal para los habitantes de aquella tierra. En la montaña, divisó una inmensa pirámide dorada, protegida por pulidísimas aristas de plata. Aquel escudo de plata y fuego era impenetrable, según le informó Dabaibe. – Ese oro es sagrado y pertenece al sol. Jamás entrará hombre alguno al templo dorado. Yo, Dabaibe, soy la guardiana del templo y de sus secretos. De pronto, Dabaibe abandonó su seductora belleza y convertida en serpiente, con una voz de poderoso tono le dijo:

– Sé que llegaste desde más allá del otro mar. Siempre quisiste amarme. Vienes con la intención de desposarte conmigo. Pero piénsalo bien. Te puedo dar mis secretos si luchas para conseguirlos. Te cederé mis poderes sólo si logras vencer a la más poderosa de las fieras. La más temible bestia conocida. Será una lucha sin tregua y el final será la muerte. No será una batalla como en las que has vencido hasta ahora, contra mis hijos, en desigual combate. Deberás ganarle al más ladino de los seres. Siempre está al acecho. Para ganar debes olvidarte del oro que has venido a robar y de ti mismo. Cuando venzas al guardián de la montaña, vendrás hasta mí. La fiera no debe morir aunque puedas traerla agonizante, para lograr tal proeza, estarás muerto. Sólo entonces, te revelaré mis secretos. Me desposaré contigo y serás digno de vivir eternamente a mi lado en la montaña.

Ante sus ojos, la gran serpiente se transformó en la linda princesa-reina Dabaibe, quien sonreía dulcemente. Ante la contradicción y el encanto, Balboa miraba cómo se perdía el espejismo de la riqueza. Sintió un augurio de muerte y despertó gritando. Anyansi lo besó. Le dijo que ella sabía lo que soñaba.

El primero de septiembre de 1513 se embarcó y navegó el Caribe hasta llegar a las costas del cacique Careta. Según dijo Anayansi, Careta conocía el camino para llegar hasta el otro océano. En la aldea, el conquistador se largó a descansar en un chinchorro, donde observó a los niños indígenas jugando con un primate del cual, visiblemente, saltaban pulgas.

Luego, meciéndose en el chinchorro, miraba a las indias jóvenes. Era un hombre de grandes necesidades carnales. Su ardimiento y sus infiernos mentales eran ahora campos incendiados. Se quemaban las entrañas del español. Pero su fuego se mezcló con las aguas y miró de nuevo a Anayansi. Las indias eran más que pura humedad. Balboa pensó que España estaba lejos y Anayansi cerca. Venció, ese día, la soberbia de su raza y la adoptó por compañera. Esa fue la recompensa de aquel buscador de Cipango. Anayansi fue la verdadera princesa del reino conquistado. Un reino pobre, pues allí no había oro sino lodazales.- Entonces, se internó en la selva con denuedo. Se fue a buscar el otro mar. Aquellos lodazales eran la morada de la plaga brava. La carne blanca de sus hombres era mancillada por mosquitos de aquel trópico lluvioso. La selva se les presentaba alucinante, con serpientes y enormes dragones acuáticos. Dragones devoradores de hombres y animales, de pronto, los lagartos surgían de las aguas para tragarse un perro. Los hombres del conquistador se atemorizaban. El los escuchaba llorar durante la noche. Sobre todo, a la madrugada,  cuando era la hora de la plaga. Balboa, sin embargo no temía. Sólo pensaba en el otro mar. Si aquel mar no estaba, él lo crearía de tanto pensarlo. ¿Acaso no fueron otros los inventores del Nuevo Mundo? ¿No se habían topado con una tierra que no era parte de la Tierra? Balboa fue, para los europeos el creador de ese mar. Quizás, si la verdad es la realización de los pensamientos, el inventó el Pacífico.

Pero la muerte termina matando al miedo. Los salvajes de penca atacaron a los intrusos. Eran invasores de otro mundo con sus armaduras y sus descargas estruendosas. Con sus grandes caballos, bichos mitológicos, bestias malas para andar en la selva. Pero la guerra de ruidos espantó a la indiada. Siguieron aquella marcha de la muerte. Volvió al miedo con los acompañantes perpetuos de la plaga y el calor. Fueron atacados por Toreha, pero las armas del ruido eran implacables. Las flechas envenenadas nada podían contra los barbudos de pechos de hierro y extraña cabeza. Al fin, los salvajes se retiraron y dejaron la lucha en manos de la naturaleza. Ya se encargarían los mosquitos y las arenas de tragarse a los pesados hombres de hierro, con sus brazos que disparaban fuego y, en medio del estruendo, lanzaban las entrañas de las nubes.

El 26 de septiembre, Balboa coronaba su vida. Llegó con setenta hombres y unos indios a tope del cerro.

 

 

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