CRÓNICAS DE UN CIELO ABOMINABLE


Por Nicomedes Zuloaga P.

 No pretendo ofender, mas si defender a los que, por razones inicuas, han sido expulsados de la eternidad. Hay enseñanzas religiosas de la infancia que, inevitablemente, revisamos con los años. No me refiero al pecado que se manifiesta en todo y en todos, no, ni siquiera al cruel y absurdo pecado original que, a lo largo y ancho del planeta, condenó al infierno a millones de inocentes que nunca recibieron el bautismo y abandonaron este mundo, rumbo a las oquedades flamígeras. Ni siquiera aborrezco la confesión que, años después, descubrí en las tradiciones iniciáticas de masones y rosacruces, aunque la primera, se refiere a una introspección ordenada y rígida, como arquetipos platónicos, delimitados por mandamientos y otros moldes ideales.   Claro, el pecado adjetivado, siempre deja escapatoria.  Me refiero al que se adjetiva como “venial” palabra construida, a su vez, con ese imposible prefijo que significa perdón, pues no hay venia en la eternidad.

Lo verdaderamente aborrecible es el cielo. El exclusivo  abominable cielo. Un cielo que, sin duda, se vio en la necesidad de competir con, el no menos exclusivo, cielo hebreo, Olimpo limitado al elegido entre los pueblos. Descubrí, con el tiempo, que existiría otro cielo más democrático y poblado por incontables santos. Me pregunto cómo será el cielo de los herejes cátaros, perseguidos por Luis Rey de Francia y por el cruel y victimario Simón de Monfort. O el cielo del hereje Giordano Bruno que, desde el Campo di Fiori romano, donde fue quemado, ha vencido el tiempo y es guardián de la única plaza de Roma sin iglesia. O el cielo del mago, médico y filósofo Enrique Cornelio Agrippa que pasó la vida huyéndole a la hoguera católica. O el  del comunista Neruda, cuya poesía no tiene poder para abrir las puertas del cielo eclesiástico. Así mismo, me pregunto qué será del cielo masónico, donde residen los que son amados y honrados en los grandes panteones del mundo, donde  moran casi todos los padres de la Patria americana. Y el de Einstein y Freud que, por judíos, tenían las puertas cerradas a ese lugar «maravilloso» en el cual, según la más estricta óptica, tendrían que compartir sus tertulias con «interesantes» personajes como Hitler y su cómplice Eugenio Pacelli, o con «gratos» personajes como Savonarola o De l´Ancre, el carnicero del Santo Oficio. Me pregunto si existirá el cielo hedonista de Byron y los Shelley, navegando en un velero celeste.

Debe existir, me imagino, un cielo cosmopolita, de hombres buenos e idolátricos. Una especie de cielo eterno y multinacional. Corporativo, al menos, digamos. Ese cielo de los poetas malditos y de los que, por negar la eternidad, la han conseguidogracias a esa ley del universo que afirma la inevitable equivalencia de una fuerza contraria a toda acción. Debe existir, en esos cielos pueriles, algún palatino de los réprobos.

Pero el verdadero tema del cielo, si acaso existe, es la eternidad. Un cielo infinito y vacío de tanta necedad. Una vez creo haber experimentado esa única e interna experiencia eterna. No fue nada espectacular, pero si extraordinario. Con mi amigo Tito Fernández, viajamos desde Quito hasta las inmediaciones de OtavaloNuestra meta era encontrar y, de ser posible, realizar un ritual con el Taita Marcos que aún vivía en su austera ancianidad. Lo encontramos en Cotacachi y, en nuestro viejo Renault, lo llevamos hasta su casa. Al llegar, la batería del auto estaba hirviendo y, por supuesto, dimos múltiples explicaciones “técnicas” para justificar el fenómeno que, simplemente, desapareció cuando el anciano se alejó. No vale la pena describir el extraño ritual que culminó con el Taita escupiendo, a la usanza de las “limpias”, aguardiente y saliva sobre cada rincón profano de nuestros cuerpos. Hasta ahí, nada extraordinario había ocurrido, como tampoco pasó en el estricto sentido de la acción. Sin embargo, después de despedirnos, en un alteradísimo estado de conciencia, subimos a la Renault rumbo a Otavalo. Normalmente,  se trata de un viaje de algunos minutos. Empezamos a rodar y rodar interminablemente. Los minutos se estiraron y se convirtieron en horas o días. Un viaje hacia la eternidad por los paramos andinos. Al cabo del indeterminado tiempo detenido, pregunté a Tito, no sin cierto disimulo, si no le parecía eterno el regreso. Exclamó! ¡por Dios que viaje interminable!

Debo admitir que en ese cielo no había angustia, ni premura, ni tertulias, ni dioses o demonios, ni nada. Ni siquiera pensamientos. En largos años de meditaciones y búsquedas, es lo más cercano que he estado de la eternidad. Un cielo perfecto, sin recompensas, ni castigos. Sin elegidos, ni réprobos. Sin discriminación.

Por cierto, ni durante, ni antes, ni después del ritual habíamos ingerido licor, droga o alimento. ¡Por si acaso! 

PD: Ah! la lista de los expulsados es interminable. No deseo alejarlos de esta crónica, pero sería reiterar  la eternidad que les ha sido impedida. Me limitaré a mencionar a Blake, Crowley, el Dalai Lama y el resto de los «trukus», Ghandi, Baudelaire…