EL ROBLE SAGRADO

Por Nicomedes Zuloaga P. (Arkaúm)

El simbolismo del macho cabrío ha sido satanizado por la religión. Se le considera la representación del diablo y, con esta imagen, se atemoriza a la gente que teme llegar a ese terrible lugar que es el infierno. Claro, ese infierno tiene su existencia, no en la imagen del chivo en cuestión, sino en la mente enferma de los que sienten terror de pasar la “eternidad” en compañía de tan incómodo personaje.
Como lo he afirmado en la anterior reflexión, esta imagen representa sólo la unión de los opuestos. La comunión de lo masculino y lo femenino y, en definitiva, el matrimonio entre la luz y la oscuridad. El regreso a la unidad y a la armonía. Existe en esta imagen, una correspondencia con Abraxas que era un dios andrógeno, ying y yang, según la tradición oriental.
Este símbolo del macho cabrío, en la alquimia o Arte Real, interesa a los compañeros masones ya que se relaciona con la enseñanza del grado. Aquellos que han sido iniciados en estos misterios, tendrán ojos y oídos para penetrar en profundidad el simbolismo de esta imagen. La estrella de cinco puntas, así como el número cinco, se ha presentado como signo maligno y oculto. Sin embargo, en algunos países menos atemorizados por el poder de la iglesia o por los dogmas religiosos, o científicos, como Brasil, por ejemplo, muchos masones se colocan, como en otros países lo hacen con la escuadra y el compás, la imagen del Chivo.
Los antiguos diplomas masónicos del grado de maestro, sobre las columnas, colocaban una estrella de cinco puntas invertida. Esto, para muchos, representaba al hombre que caía. Es decir, se trataba de una imagen negativa. Sin embargo, representa la cabeza del chivo que, con sus cuernos, es una estrella de cinco puntas, al revés. El temor a esta representación no pasa de ser una manifestación pueril que pretende amedrentar al buscador.
Lo cierto es que, para que el hombre ascienda. Primero, lo humano debe encarnarse. El hombre debe acceder primero a la sabiduría que viene desde lo alto. En este sentido, la estrella de cinco puntas al revés se parece a la espada que desciende, desde lo alto y que representa la voluntad.
Pero esta estrella y este macho cabrío tiene una correspondencia también con el árbol, tan sagrado para los pueblos originarios del planeta. Entre los hebreos, el libro del Zohar, se refiere al árbol de la vida cómo la fuerza superior que desciende, desde lo alto hacia lo bajo. En masonería, se relaciona con las tres columnas, una solar, activa, viril. Una lunar, pasiva y lunar y una tercera, cuyo centro es el ara y cuya corona es el Venerable y, cuya base, el Guarda Templo. Es un viaje solar, desde Ketter hasta Malkuth. En la tradición china, el árbol representa la unión del ying y el yang. En la tradición nórdica que inspiró el Edda, el árbol Ygdrasil representa el conocimiento que fue entregado a Odín con el Futhark, considerado por aquellos sabios paganos, como el primer alfabeto que existió. En este árbol fue crucificado el dios Odín, durante nueve noches, hasta que recibió el conocimiento.
También era sagrado el que se encontraba, al igual que el del paraíso bíblico, al medio del jardín de las Hespérides. Recordemos que al centro del Paraíso se encontraban dos árboles, el árbol del conocimiento, o del bien y del mal y el árbol de la vida. Primero, supongo, debía conocerse el árbol del conocimiento, para acceder al de la vida. Tal parece que ese debe ser el camino de regreso o de ascenso.
El mismo Leonardo, se antoja de representar su laberinto sagrado como una maraña de infinita ramificación arbórea. Así mismo, para los habitantes originarios del Orinoco, existía un enorme árbol cuyas ramas estaban colgadas del cielo. Todos los alimentos y, la selva misma, nacieron cuando, los hombres pájaro, fueron con sus hachas y cortaron las ramas. Al caer el árbol, apareció la interminable selva y allí está el Autana, cerro sagrado, tronco descomunal de árbol cortado.
También es sagrado el canelo para los mapuches y araucanos, la encina para los celtas y fresno para los nórdicos. Los árboles fueron las primeras columnas de los primeros templos: eran las columnas de los bosques. Los vascos también tienen sus árboles sagrados. El más famoso es el árbol de Guernica. Pero cerca de Zugarramurdi hay un árbol sagrado.
Una vez de penetrar en la caverna, en un estado de conciencia elevado, se regresa por el camino. Hay una cantera que es, en verdad, un acceso a lo sobrenatural. La entrada no está, cómo algunos piensan, cerca de la cueva de Urdax. Hay que regresar hasta encontrar un tractor, un campesino y una puerta cerrada. El campesino estará mirando a la montaña y, esa es la señal. Si le dice que busca el roble, el le mirará fuerte al entrecejo. Le dirá que el árbol está cerca. Le indicará con el dedo. Es imposible el acceso por la ruta. Se inicia el ascenso por una sendero escarpado y hay que seguir las señas de la naturaleza.
No se sabe cómo, se llega a la parte superior de una cantera abandonada. Los letreros le indican que el paso está prohibido. No entre, dicen, sólo para empleados. No entre sin equipo de seguridad y así. Se trata de pruebas y señales. Ritos de pasaje. Hay que seguir, si se desea llegar hasta el árbol sagrado. Recuerdo a un amigo explorador que intentó llegar al Autana y ascender, pero todo le indicaba que era imposible continuar hasta que, un gran búho blanco, le dio la señal para avanzar. Es bueno leer esa extraña y magnífica obrita de René Dumal: El monte análogo, para entender eso de las pruebas y de los caminos.
Al mirar a su entorno, se encontrará rodeado de grandes robles. Se preguntará cual es el árbol sagrado. Todos son enormes. Discutirán, entre ustedes, buscadores, cual será el roble sagrado, si hay tantos. De un rincón inaccesible, aparece una anciana. Es sorprendente que, a esa hora, a la hora del ocaso, una señora tan mayor ande sola por ahí. Son parajes inhóspitos. Si es un verdadero adepto, avanza decididamente hasta la vieja. Observa, para su sorpresa que tiene idénticos rasgos a la “sorguiña” del pueblo, pero con sesenta años más. Le pregunta por el roble. Le dice usted que sabe de uno muy importante.
Yo vengo de allí, ella contesta. El roble está por ahí, no está lejos, indica con su bastón. Hay mucho barro, eso si, le dice ella, mostrando sus zapatos encharcados. De seguro es una clave entre las brujas, ya que la del pueblo utilizó, exactamente, la misma frase. Avanzando por el camino y el fango descubre que no hay huellas humanas. Sólo pisadas de cabra. Las huellas de una de las hembras de la legión del chivo. A los pocos minutos, aparece la imagen inconfundible de un gigantesco roble con sus ramas torcidas.
La vieja había volado. O quizás, se trataba de una “lamia” con patas unguladas. Pero estas cosas, sólo ocurren en el mundo de lo imaginario. O en el mundo de los sueños, cuya realidad es puesta en duda por el pensamiento profano. Después, ante la asombrosa mirada sus nuestros ojos que miran al filo de los dos mundos, en un hueco de la corteza, donde alguna vez hubo una rama, se observa un pequeño ser. Mide unos treinta centímetros de alto. Su piel es casi transparente. Translúcida. Está acurrucado en el interior del hoyo. Su cabeza, un poco grande y desproporcionada. Sus orejas puntiagudas y grandes. Sus ojos muy azules. Su expresión de mucho temor, o quizás, terror. Al acercarse a la madriguera con sigilo y estupor, su razón niega la visión. Pero el ser tenía sus brazos apoyados a la altura de sus muslos. En un momento de descuido, cuando comenta, con asombro, su hallazgo, el pequeño ser sube los brazos y vuelve a quedarse paralizado.
Ante este encuentro, la mente racional lucha contra lo inesperado y lo imposible. Le comenta, a la bruja que le acompaña, que se trata de algún tipo de muñeco. Ella le observa en silencio y afirma con la cabeza. Si, un muñeco, dice. Entonces usted le sugiere que meta el dedo en la madriguera. A lo que ella responde airadamente: ¡ni de vaina y si me muerde!
No quiere usted tomar fotografías de tan extraño morador. Lo considera irrespetuoso. Además, ha llegado a la conclusión que se trata de una especie de alucinación provocada por los brujos y brujas que se le han cruzado en los valles de los Pirineos. O de alguna poción.
Sin embargo, al cabo de mucho tiempo, lejos de las montañas, en medio de la ciudad y sus ruidos, la presencia y corporeidad del ser, le parece indudable. La brujita del pueblo le había entregado, como quien no quiere la cosa, tres mandarinas que, de inmediato, consideró que se trataba de ofrendas destinadas a los espíritus elementales de la montaña. Se subió por una rama hasta la parte superior del tronco enorme. Allí había una caverna en la cual podría haber penetrado y pernoctar. Pero tuvo miedo. Si duda, se trataba de la vivienda de otros seres como el de abajo. Allí dejó las mandarinas y regresó sobre sus huellas y, las de las cabras, en el barro. Regresó a la ciudad donde se siente más seguro y pretende además que su pensamiento es coherente y racional.
Hay quienes afirman que los pequeños seres están en todas partes. Que se hacen pasar por fantasmas y que son creaciones de nuestra imaginación o de nuestras pasiones y emociones. También se dice que, cómo todo es mental, somos capaces de crear cualquier circunstancia, o entidad. Que esos seres existen en el mundo real, que son ectoplasma. Seres húmedos de una existencia precaria y relativamente inteligente. Que se alimentan, como los súcubos y los íncubos, de la energía de sus propios creadores.
A veces, se manifiestan en las reuniones de espiritistas y se hacen pasar por personajes de la historia, o por deudos de los muertos. Son pequeños vampiros energéticos.
Pero existen también, según dicen los entendidos, seres elementales benévolos o malévolos. Que forman parte de la naturaleza y sus poderes. Viven en los bosques, las montañas, el aire y los ríos y los mares. Los hay de los cuatro elementos de la naturaleza. Se dice que, cuando una mujer o un hombre poderoso domina los elementos manifestados en su propia naturaleza, los pequeños seres le obedecen y le ayudan. Que actúan como puentes entre los dos mundos. Qué aún las creaciones húmedas, producto de las pasiones ajenas o propias, los íncubos y súcubos, los seres que habitan las casa de juego o lupanares, obedecen sus designios y se convierten en sus dóciles esclavos. En su novela Zanoni, Sir Edward Bulwer Litton, describe uno de esos seres superiores que han sido olvidados en nuestros días, pero que fueron tema importante en la literatura de finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte.