Por Nicomedes Zuloaga P. (Arkaúm)

Al instante, ante una orden silenciosa de su padre, Nefertari, se sentó a mi lado. El reencuentro fue tan claro y certero que sobraron todas las palabras. Nos reconocimos al mirarnos a los ojos. Como tomado por una fuerza ultraterrena, mi boca pronunció su nombre antiguo –Kutuc- y ella quedó sin habla. Muda ante aquel nombre telúrico y prodigioso. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas. Nefertari, tomó mi mano derecha entre las suyas y un suspiro de las cavernas y un llanto apagado surgió de su interior.
Al día siguiente, en los jardines del palacio, la encontré caminando entre palmeras. Me acerqué con sigilo y la miré. Su piel de arena, sus ojos de miel, su cintura de mimbre y, sobre todo, sus muslos largos y firmes. Era la estampa de una Diosa. Ante aquella visión regresó a mi el recuerdo completo de la caverna y su rapto y mi dolor y, ahora, la felicidad total y la plenitud.
– Hola Nefertari – le dije con un murmullo- caminemos juntos.
En cuanto estuve a su lado, la tomé por el talle cruzando mi brazo que daba vuelta a su cintura. Ella se dejó y sentí su respiración agitada. Su pulsar en la carótida henchida por la felicidad del reencuentro. Después, nos tomamos de la mano y, en silencio, caminamos abrazados mirando al gran río con sus aguas mansas.
– Ayer soñaba que me amabas –dije con un temblor en mi voz- soñé que deseabas estar a mi lado. Que este río penetraba nuestras vidas y nos llevaba lejos de aquí. No sé porqué soñé que tu y yo éramos este río de la vida. Mis ojos se confunden con el agua del Nilo. Soñaba que me amabas y volábamos como el Ibis por encima de las aguas y que un fuego nos consumía dulcemente hasta otra vida más permanente. Anubis, nos seguía de cerca para pesar nuestras livianas almas. De pronto, navegábamos por el gran río y el barquero nos llevaba remando por la oscuridad de los sueños hasta que, grandioso, nacía por el oriente el Dios para alumbrar nuestra senda. Y lo más importante del sueño era eso, tú me amabas. Me querías por siempre y para siempre.
Suavemente, la tomé por el talle y la acerqué hacia mi. Nos unimos, como antes, en un beso y luego, la tomé por su cintura de mimbre sintiendo su cuerpo de seda bajo la túnica. Sus senos firmes, sus labios gruesos y ardientes. La acosté sobre el pasto cálido bajo la sombra de las palmeras y nos entregamos al amor.
Nefertari había sido iniciada sexualmente, como era la usanza de la época, por su padre el Faraón. Su alma había sido formada por la energía Solar del hombre-Dios. Esto le daba su tono de altísima vibración y armonía interior. Pero, a pesar de la presencia espiritual de su padre, bajo el ropaje de una personalidad dulce y sutil, vibraba la otra parte de mi propio ser.
Pronto decidimos el matrimonio y le pedí al Faraón que consagrase y bendijese nuestra decisión. Asintió con un leve movimiento de cabeza…
El matrimonio se celebró en el templo de Isis. Los sacerdotes y las sacerdotisas nos llevaron vendados hasta el recinto sagrado. Bañaron a Nefertari en presencia de su madre Anhotep y la ungieron con aceites perfumados. En el ara del templo, el sacerdote nos hizo subir a una piedra que, pronto, reconocí. Su poder penetró por la planta de mis pies, la luz inundó mi ser y fui de nuevo unidad. Un Solo ser había nacido en aquella ceremonia secreta de los misterios. Nuestro etérico tenía forma de huevo luminoso. Un Solo núcleo, brillante, lo alumbraba.
Cuando estábamos aún vendados, percibí la presencia de Nefertari. Podía imaginarla, tan frágil y delgada, arrodillada a mi lado.
-AUM, aumm, aummm – era la invocación del sacerdote que, después, invocó los poderes de los dioses eternos de la luz y la naturaleza.
Cuando nos quitaron las vendas de los ojos materiales, ante mí, reconocí un rostro casi olvidado por las reencarnaciones. Se trataba de uno de los noaquitas. Se identificó con los signos de reconocimiento que nos eran conocidos y son tan antiguos como el primer hombre. Horam Heb era su nombre. Me hizo saber que teníamos que reunirnos pronto en la trastienda del templo de Isis.
Pasé días en el cielo de la unidad espiritual con Nefertari. Ya estábamos de nuevo unidos. Nada podría separarnos y, si por alguna razón, ella se hubiese casado con otro hombre, por ley del Dios Arquitecto, de todas maneras, la unión plena se realizaría.
Horam Heb, el noaquita, fue conocido después como Moisés. Le conocí en el templo de Amón, era príncipe y uno de los grandes sacerdotes de la tradición Solar.
Me dijo que las plagas caerían sobre Egipto. -Debes venir conmigo e iniciarte en esta tierra. – me dijo Horam Heb – La victoria seguirá a la piedra donde quiera que vaya – con gesto afirmativo y su rostro adusto continuó – además, mi obra en este mundo, es implantar una religión universal con un solo Dios. No sólo para los egipcios, sino para todos los pueblos de la tierra. Desde ahora, te llamaré por el nombre de tus iniciaciones: Namrá. Arkaúm-esoterismo: Namrá el Inmortal


