Nilo

Por Nicomedes Zuloaga P. (Arkaúm)

El Cairo es laberinto y comercio. No es, ni mucho menos, una ciudad ordenada como París, Washington, Santiago de Chile o cualquier otra ciudad de occidente que usted ha conocido. No. Es caótica. En cada rincón hay un ventorrillo o una tienda donde se ofrecen trapos, adornos o cualquier cosa. Si conoce Estambul, le diría que puede tener algo en común con esta metrópoli. Su tráfico endemoniado, su loca vida comercial. En eso del gran desorden puede parecerse bastante a Mumbai. Es la ciudad más populosa del Medio Oriente. El Cairo es un metro endemoniado con bulliciosos pasajeros.
En la isla de Zamalek, casas con jardines que cuelgan sobre el Río, Embajadas, restaurantes en barcazas sobre el Nilo y la moderna ópera del Cairo con sus instalaciones culturales, museo de arte moderno y bibliotecas. Pero el Cairo es también misterio eterno, sueño y pesadilla.
Se dice que Al Fustat es un antiguo asentamiento musulmán. Hoy día, la inmensa mayoría de los habitantes de Egipto son musulmanes. Y, al igual que Bombay, fue ocupada por el imperio británico. También en Egipto, los ingleses dejaron una red ferroviaria y algunas construcciones.
Frente al museo nos abordó un hombre y nos llevó a la tienda de sus antepasados. En el antiguo local, decorado con ajados cortinajes rojos y viejas fotos, pasamos hasta la trastienda y salió un tal Zamir. Era elocuente y nos ofreció perfumes que no nos interesaron ya que la meta de nuestro viaje no era la del turista, sino la del viajero
Explicamos a Zamir el objeto y la intención de la visita y este, después de ofrecer el “chai” trajo dos perfumes mágicos cuyo precio era “invalorable”. Después de arduas negociaciones, pagamos, a precio de oro, los perfumes. Nos colocamos el elixir detrás de las orejas y penetramos en el gran edificio de color rojo lavado. El museo del Cairo tiene la colección más numerosa de arte egipcio del planeta con más de ciento veinte mil piezas. Viajamos a esta ciudad con la intención de descubrir nuestra verdad sobre la “rueda de la vida”.
En el primer piso, hacia el final de una interminable galería, descubrimos una curiosa estela y una rara escultura desproporcionada. No era como aquellas que representan la belleza de Ramsés II. Se trataba de un coloso ventrudo. Era Akhenatón. Dios que unificó los dioses. Habíamos tenido extrañas experiencias “mediúmnicas” con este personaje que representaba multitud y unidad. En alguna oportunidad, en la cima de una montaña andina, una sibila lo vio, enorme, en el vestíbulo. He conocido personas, como aquella mujer, que viven entre los dos mundos y, por la ciencia oficial, son considerados locos. Pero debo aceptar que, los que supuestamente estábamos en nuestro sano juicio, aunque no tuvimos la visión, percibimos la poderosa presencia del Dios. Experiencia que, por cierto, se repitió ante la estela en la cual Akhenatón y Nefertiti, con sus manos alzadas recibían los rayos de Atón, el Dios único y solar. Esta experiencia, para nosotros fue una inequívoca prueba del poder de los costosos perfumes.
Borges que, antes de morir ya estaba haciendo esquemas de los libros de su próxima vida, escribió “La Doctrina de los Ciclos” y “El inmortal” quizás para convencerse a sí mismo, en vano, de la imposibilidad, o peor aún, de lo innecesario del “eterno retorno”. En la “Doctrina de los Ciclos” hace una complicada cuenta matemática (ciencia, por cierto, misteriosa para mi) con el objeto de demostrar que, La Doctrina de los Ciclos es numéricamente inverosímil y científicamente improbable. De ser asi “La extraña historia de Iván Osokín” que tantos insomnios generó en mi juventud, sería una obra sin importancia.
En “El Inmortal” va más allá. Narra la historia de Joseph Cartaphilus, de Esmirna (por cierto ciudad situada en lo que antiguamente fue el reino de Nicomedia, cuyo antiguo rey fue Nicomedes, curioso e incómodo nombre familiar que nos han impuesto durante seis generaciones). Cartaphilus presuntamente muerto en 1720, se topa con la posibilidad de la existencia de la “Ciudad de los Inmortales”. Existiría un río perseguido por un viajero de las montañas de la India (cuyo inalcanzable periplo sería parecido al viaje necesario, para acceder al Monte Análogo de René Dumal) que al beber sus aguas, alcanzaría la vida eterna.
Lo cierto es que, Cartaphilus, en una remotísima reencarnación anterior, llega hasta los intrincados muros, de la insólita, desordenada y laberíntica Ciudad de los Inmortales, sólo para descubrir que, los inmortales, son trogloditas comparables con animales. Entabla cierta relación con un troglodita que, como un perro, le sigue por los vericuetos cavernosos hasta ingresar en la desvencijada “ciudad eterna”. Como el troglodita actúa como un can, el le llama Argos, como el perro de Ulises. Le es imposible entablar conversación o enseñarle algo a este ser de la nada, siempre ausente, autista. ¡Argos! le grita y le pregunta si sabe quién es Argos. Y Argos, sorprendentemente, le contesta que si, que él inventó Argos hace tantos años que ya casi lo había olvidado. Que en verdad, ellos, los inmortales, con Homero a la cabeza, creen en la existencia de otro río y de otra ciudad. Algo así como el río y “La Ciudad de la Muerte”. Querían encontrarlo en el confín del mundo para poder morir, al fin, eternamente.
Con Nakarid, viajamos a Egipto, para reencontrarnos, los tres de nuevo, a orillas del Gran Río. Navegando sus aguas, entrando en sus vetustos monumentos, sagrados antes, profanados ahora. Así, como Cartaphilus viajó hacia la eternidad, nosotros penetramos el desierto y los templos. Dormimos en una vetusta “faluca”
En Abu Simbel penetramos, pasmados, la monumental obra de ingeniería que, durante el siglo pasado, salvó los colosos y sus templos de las aguas. Vimos el templo de Philae, Kom-Ombo y después Luxor y Karnak. Volamos en globo
sobre los Colosos de Memnón y penetramos, solitarios, en lo más profundo de una remota pirámide en Dahshur con la intención de descubrir, en vano, el nombre secreto del Dios.
Pero una tarde. Algo decepcionados ya. Convencidos que todo vestigio de nuestra eterna vida se había borrado. Convencidos que, las tribus del desierto, durante miles de años de saqueos y negocios habían borrado toda energía de nuestros tiempos eternos, penetramos en un lugar prohibido del Valle de los reyes. Habíamos cruzado el Nilo, en la mañana, y estábamos cansados. Los turistas, como hormigas, penetraban en las tumbas más famosas o en aquellas que aparecían en los folletos. Nosotros nos dejamos llevar por nuestros pies y, sin saber como, habíamos entrado en una tumba solitaria. Bajamos una empinada rampa decorada con geroglifos multicolores. A medida que descendíamos se manifestaba el numen. Nos miramos asombrados, en un estado muy alterado. Sacamos el perfume. Respiramos un poderoso elíxir y él, al fin, estaba allí para guiarnos. No me es lícito divulgar el lugar de su tumba. Se trataba de un joven rey, nieto de Nefertari.
El encuentro fue una mezcla de felicidad y de temor. Nos habíamos untado el perfume de la antigua tienda de la plaza, donde los perfumistas, desde infinitas generaciones, afinaban su olfato en la preparación de un extraño aroma.
Nakarid comenzó a temblar. Simulé no percibir nada extraño. Pero allí, a orillas del Gran Río, reencontramos la vida eterna, sutil, imperecedera y oculta a los ojos de todos. Me acordé entonces de Homero, insensible al tiempo y a sus recuerdos, insensible a sus pensamientos. Inmóvil. Como una piedra. Ausente y mudo. Esperando la lluvia bajo las estrellas. Ahí, en las profundidades, como Homero, el descendiente de Ramsés II dormitaba en su tumba. Salía por la boca de su cuerpo embalsamado a reencontrarse con nosotros para enseñarnos el viaje del retorno.
Borges afirma que “ser inmortal es baladí” lo dice porque, salvo el hombre, todas las criaturas son inmortales pues ignoran la muerte. “Lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima.”

Arkaúm.