Por Nicomedes Zuloaga P.
Buenos Aires, como Madrid y otras ciudades de Europa tiene cafeterías en cada esquina. Una tertulia reciente, de esas que se desarrollan en alguna “confitería” del “Barrio Norte” derivó, primero, con Augusto, hacia nuestras experiencias infantiles o juveniles que pudiésemos identificar con lo ontológico. Después de “fatigar” como diría Borges, más allá de umbrales oníricos, o visiones de la muerte inminente, con su sensación de tiempo detenido y otras historias, verdaderas o falsas, sobre atropellos y crímenes perpetrados por alguna “autoridad constituida” y consideraciones sobre la justicia, encallamos, al fin, en tres conceptos que, por trillados, no dejan de ser interesantes: las diferencias entre un teólogo, un filósofo y un alquimista. No nos referíamos a las diferencias entre estas tres, digamos, artes o disciplinas, sino al hombre que ejerce alguna de las tres ¿profesiones? o dos de ellas, o las tres, si fuese posible. Al final, me quedé pensando en la Edad Media y la injusta leyenda del oscurantismo. Y en la historia de Pierre Abelard y, con esta, surgió el tema del amor, esa locura que todos creemos conocer y definir.
Al día siguiente nos reunimos, en Pasadena, nombre de la confitería, con Juan Manuel y Catalina.
Se me ocurrió afirmar que si la teología estudia las propiedades de Dios, el teólogo parte de la creencia o convicción de la existencia de Dios o de los dioses y el filósofo intenta llegar a lo mismo por medio del pensamiento. Seguir leyendo ABELARDO EL CASTRADO