Mi siempre ponderado y sabio Maestro, hace más de treinta años, preparó instrucciones para la confección de un espejo mágico. No traicionaré mis juramentos divulgando las claves secretas para la realización de este, el más asombroso sortilegio. Para la fecha, ya había pasado las pruebas de la calumnia, la vituperación y la cárcel que, como el agua del mar, habían desparramado mi ser y hacían propicia, después de haber vencido el suicidio, la muerte de la personalidad y el abandono paulatino del miedo al qué dirán y a la venganza de los moradores de las sombras. Ya, en New York, mientras estudiaba escultura, trabajé con espejos que multiplicaban la imagen, infinitas veces, en una suerte de cámara de relucientes espejos. Compraba impecables globos oculares que intentaba iluminar desde su centro y se reproducían. Desconozco porqué abandoné el pulcro cristal para manipular la tosca madera y en barro creador.
La herramienta sugerida para descubrir la unicidad era el espejo que, puede multiplicar lo imaginario de uno mismo, hasta el infinito. O atraparlo, en ese ámbito del sueño que Xul Xolar consideraba la doble vida de todo hombre, es decir, que todos somos dos. Uno, el que vela y el que duerme, otro. Mi Maestro me enseñó aún más. Que, en el sueño inconsciente, no sólo somos otro, sino multitud. Y así, todo ser humano, al soñar, se multiplica. Sólo en el sueño voluntario, consciente, podemos ser exclusiva dualidad.
Compre el espejo y realicé el conjuro a la hora señalada. Al amanecer, o a la séptima hora, del día correspondiente, inicié el trabajo de preparación de la herramienta. Fabriqué una angosta urna de madera para alejar la imagen de toda luz y de toda interferencia humana. La pinté con laca negra y sobre la tapa, dibujé una cinta del color de Horus, para asegurar el renacimiento después de la muerte inminente. Adentro, el espejo era tan grande como yo. Debía ser capaz de reproducir íntegro mi cuerpo y mi rostro. Iluminado con velas, después de indecibles ayunos, realizaba los interminables pases mágicos pronunciando los prohibidos nombres de Dioses poderosos. Después de cada sesión, colocaba un candado de acero que cerraba el catafalco que ya albergaba mi propio yo.
Una vez terminado el proceso en el cual se reproducía mi doble, no sólo en imagen, sino también en esencia, a la luz de las velas, inicié las imprecaciones y las órdenes al doble del espejo. Largas horas repetía las instrucciones y evocaba los seres y dioses antiguos. Una madrugada, después de un largo ayuno, me empecé a mirar desde el espejo. Desde el más allá, observé la minúscula existencia material que me miraba. Sus temerosos ojos, su insufrible importancia personal, su engreimiento y vanidad, sus interminables taras que arrastraban sus genes y se repetían desde el origen de los tiempos. En silencio, sin ningún sentimiento o emoción, observé al otro, al de afuera que había muerto, a medias. Al volver al mundo visible y abandonar la realidad reflejada, deambulé por calles de Chacao que parecían desconocidas. Después, por la desconocida ciudad de mi infancia. Al final, me interné por el parque Los Caobos y, allí, una voz femenina y sorpresiva, desveló alguno de los nombres del espejo.
Abrumado, cada noche, en el silencio y el secreto de la habitación de la casa de mi madre, donde había sido execrado, abría el pesado candado de acero y el arca en el cual moraba y, como drácula, penetraba en la vida real, eterna y permanente. Allí, era uno, aunque con infinitos nombres. La multitud de mis yo mismos quedaba afuera, en la casa grande, en el acceso descendente de tres escalones hasta un descanso en el cual debía girar ciento ochenta grados y descender siete escalones hasta la selva de helechos y orquídeas que diligentemente cuidaba Elia, protectora de niños, gatos, loros y guacamayas.
Mi vida vagabunda, me impidió transportar la urna hasta el país austral, donde fui enviado, con una misión humanitaria, pero secreta; por lo tanto, inconfesable. La habitación con el acceso de la selva, los siete peldaños y los tres escalones quedó cerrada. Mi hermano y mi cuñada se instalaron en una construcción contigua que, en un tiempo, alojó el torno industrial de mi padre, en otro, mi habitación de lectura, allí leí al Cura Teilhard, también el “Arte de amar” de Fromm, los Diálogos de Krishnamurti y, para contrarrestar tanta religiosidad, más o menos aceptable, la biografía de Cagliostro por Renato Strozzi. Durante los años previos al abandono del espejo, utilicé el torno de mi padre para fabricar los ojos de bronce de un gran tótem que coloqué en el jardín y, con el tiempo, se convirtió en modelo de tiro al blanco, para mis hermanos. Del gran tótem de madera, sólo sobreviven los ojos dorados que miran, enterrados, hacia algún lugar de la profunda Ásgarör.
Una tarde, recibí la llamada telefónica de mi cuñada. La habitación de la caja había sido destinada a su servidumbre y decidieron clasificar y guardar mis pertenencias. Habían encontrado féretro de madera y no se atrevían a abrirlo ya que imaginaban, febrilmente, alguna abominación. La tranquilicé y le di instrucciones precisas para desarmar el hechizo del espejo. Instrucciones que, hasta donde se, ella practicó. Fue así como quede, para siempre, atrapado, o liberado, al mundo del espejo. Cada vez que sueño soy uno, soy el que soy, con infinitos nombres. Con un arma etérica que me fue confiada, me enfrento a seres de sombra indescriptible. Vivo en todos los tiempos y en universos paralelos. Viajo, a veces, en cuerpos que duermen, mientras se creen despiertos y me son útiles para alguna acción despertadora, más o menos fugaz, que sirve a su vez al dueño del vehículo. Cuando regreso al mundo visible, recordando cada detalle del verdadero y unitario mundo de mis sueños, escribo o hago esculturas y busco, como un soñador de ruinas circulares, a un soñado que despierte. Algún alumno, de una hermandad, cuyo psicodrama central es el espejo, asesorado por un viejo y resentido mago que conozco, con buena intención, pretendió distribuir un reflejo que no es ni la sombra del embrujo. Otro, más atrevido y luminoso, comparte mi espejo, pero su compañía, me fue arrebatada de este mundo sensible y me acompaña ahora, sólo en el universo de lo permanente y la verdad. Otro, lo comparte y no lo sabe ya que su obstinación niega lo que ve. Lo cierto es que, ese espejo, requiere todavía un conjuro que ha de realizarse en otro cristal que debe ser el mismo.
Todo lo narrado aquí, es rigurosamente cierto. La única ficción está en la narración ordenada, cronológicamente, desde un presunto pasado inexistente. Ficticios son los espacios descritos del mundo visible que, por visibles, podemos definir como ilusorios. Así como, las supuestas vivencias de la vituperación, la calumnia y las persecuciones que forman parte, también, de una interpretación limitadísima de la vida. En definitiva, todo lo que se narra y forma parte de “la verdad” es ficción y lo que podría interpretarse, como ficción, es la pura, infinita, ineludible y eterna verdad.