Por Nicomedes Zuloaga P. (Arkaúm)
“… la conclusión del viaje fue precisamente que no se puede comprar la entrada al paraíso. Los que conseguían encontrarlo, lo hallaban en su interior y hasta allí llegaban gratis. Todo lo que he visto y leído me ha enseñado que, en este planeta, el infierno y el paraíso no están en lugares distintos, sino siempre en el mismo. No se puede elegir uno u otro simplemente mudándose. Los dos aparecen como amigos inseparables por muy lejos que se viaje…”
Thor Heyerdahl
A los diecisiete años, quería ser antropólogo. Mi compadre Tomás me regaló, con motivo de mi cumpleaños, la obra Aku Aku de Thor Heyerdahl. Ese libro me ha acompañado durante más de cuarenta y cinco años. Todavía está en mi biblioteca. Nueve lustros. Sobrevivió a cinco divorcios, infinitas mudanzas por diferentes países, ventas compulsivas de bibliotecas enteras ocasionadas por necesidades diversas y algunas donaciones para no pagar fletes. Sin embargo, Aku Aku, permanece. Heyerdahl se había instalado en Ranu Raraku, Isla de Pascua, para estudiar el origen de su cultura. Ya había descubierto, durante su estadía en la Polinesia, que los mitos de sus habitantes, referían una relación legendaria, con grandes imperios del pasado. Me fascinó, sobre manera, la aventura arqueológica de Heyerdahl. Pero sobre todo, la posibilidad de que, aquellas culturas, nacieran de las misteriosas tierras andinas. Heyerdahl, con denuedo, se enfrentó al Eurocentrismo y, antes de morir, afirmó que su intención era que los europeos dejasen de pensar que “descubrieron todo”.
KON TIKI
El Noruego comprobó, con su viaje en el Kon Tiki y en excavaciones posteriores que, efectivamente, los habitantes de Polinesia habían llegado de América y no al revés. La razón es muy simple, las corrientes y los vientos del Pacífico van, salvo en el círculo polar, de este a oeste. Es decir desde América al Asia. Después de Thor Heyerdahl, muchos marinos repitieron la hazaña, casi todos, zarpando desde las costas del Perú y de Ecuador. Willis llegó a Polinesia partiendo desde Lima, después, Ingris, Bisshop, Willis, por segunda vez, cuando ya contaba con 70 años, Cavaredo, Mario Valli. Mucho antes, recordemos que los navíos españoles que “descubrieron” la Polinesia habían cruzado por el estrecho de Magallanes. (Los barcos y el mar de Raúl Pradini). Lo contrario. Es decir, viajar desde Asia hasta América también fue intentado con embarcaciones primitivas. Todos los intentos fracasaron y, según lo investigado, uno desapareció para siempre.
LOS ANDES
Es decir, los “descubrimientos” y los asentamientos de la Polinesia, nunca llegaron de Asia, sino de América, a pesar de la asombrosa similitud racial entre los asiáticos y los americanos. Así que la “Teoría de la colonización de Asia”tiene un aliado en el viejo Heyerdahl que, en el siglo XX, descubrió los lazos con la polinesia y demostró que los antiguos americanos habían establecido colonias a más de 6000 millas de navegación en alta mar.
Durante cuarenta y cinco años, la afición por la antropología no parece haberme abandonado. Claro, el asombro ante la manía de los “profesores” para creer en supuestas verdades “demostradas” y, aferrarse, a nuestros limitadísimos instrumentos “científicos” me llevó a estudiar la antropología desde un punto de vista divergente con la “ciencia oficial” pero, a todas luces, antropológico. He dedicado mi vida al estudio de lo humano: Anthropos (hombre) Logos (conocimiento), para llegar a la conclusión que, nuestra conciencia, es lo único humano en nosotros.Esta búsqueda de una respuesta trascendente me ha llevado a viajar, leer, participar y experimentar lo humano como fenómeno consciente, más allá de la erudición y la razón hay una experiencia común a toda tradición humana que está siempre ligada al fenómeno del despertar de un sueño. El sueño del mundo y de la vida.
Hace pocos meses, cuando me preparaba para uno de estos viajes experimentales, que implicaba retos, disciplinas internas y esfuerzos, mi tía Mercedes, pintora y ocurrente narradora de historias familiares, me regaló otro libro extraordinario. Se trata de un “bestseller”: 1491, de Charles Mann. Este libro, con ayuda de las herramientas de la “ciencia oficial” demuestra lo que, durante mis viajes, con herramientas más sutiles había descubierto y desarrollado. Durante mi último viaje a Tiahuanaco, ante el templo de Kalasasaya y los megalitos ciclópeos de un puerto descomunal, como el joven Mann, vislumbré una civilización mucho más antigua y extraordinaria, manifestación reciente de una humanidad perdida.
Ya en 1966, el profesor José María Cruxent, me había mostrado puntas de flechas americanas, asociadas a osamentas de ocho mil años. La “ciencia” no le dio mucha pelota, como tampoco se la dio, en su momento, al argentino Ameghino que estaba convencido que el hombre había aparecido en América. Esta vez, Mann, en su “bestseller” con lujo de detalles y profusa información demuestra que, antes de la llegada de Colón, en América había ciudades más populosas y sociedades tanto o más organizadas que la mayoría de las europeas. Sociedades que habían ejercido diferentes técnicas agrícolas que preservaban la tierra. Que, hasta la selva amazónica responde a una intervención de la mano del hombre y que, en las costas del Amazonas hubo enormes ciudades que vivían de una “agricultura” de recolectores. Y, más aún, que en las costas del Perú, en el valle del Supe y otras regiones, hubo culturas pre-inkas muy evolucionadas hace 8000 años. Sin contar con maravillas posteriores, pero igual muy antiguas, como la cultura de Sipán, cuyo museo en Lambayeque está considerado como uno de los mejores el mundo.
Precisamente, mientras leía la obra de Mann, viajando en moto a la altura de Barrancas, unos doscientos kilómetros al norte de Lima, se nos hizo de noche. La policía caminera nos sugirió que nos alojásemos allí y continuáramos al día siguiente. Nakarid observó un anuncio sobre las pirámides de la civilización de Caral, en el valle del Supe, más antigua que Egipto y sólo superada por las del Tigris y el Eufrates. Es más, otros antropólogos, más al norte, cerca de Pativilca, descubrieron un centro urbano mayor que Caral y todavía más antiguo. Se trataba de ciudades con acueductos y canales de irrigación. En la zona, se encontraron vestigios de la cultura del jaguar, imágenes que después acompañaron a los incas en su misteriosa trinidad de la serpiente (inframundo),el jaguar (mundo terrenal) y el cóndor (mundo del espíritu). Más al sur, en un lugar llamado Monte Verde, en Chile, se excavaron restos humanos de por lo menos 12800 años y vestigios de 32000 años. Asombrosa cifra que hubiese rescatado los descubrimientos de Cruxent y confirmado la posibilidad que, de acuerdo a lo que me relató Cruxent en su oficina del IVIC en Caracas, aunque los huesos de Ameghino no fuesen “estrictamente” humanos, estaban marcados y trabajados por la mano del hombre.
TIAHUANACO
La posibilidad de que los habitantes de estas latitudes hayan cruzado por Bering es, hoy día, insostenible. Sobre todo que 32000 años es anterior a la última era glaciar. Todo esto queda plasmado en el “bestseller”. Sin embargo, entre los “científicos” se mantiene la ficción de que los americanos “descienden” de las tribus de Mongolia y de Siberia, basados, claro, en esa nueva herramienta que es el ADN mitocondrial y otras herramientas relacionadas con el genoma humano. Aunque también, en vista de los nuevos descubrimientos y de la antigüedad de nuestras sociedades paleo-americanas, podríamos pensar que son “ascendentes” de los mongoles y no al contrario.
Presenciar las enormes construcciones de Caral es una experiencia extraordinaria. En medio del desierto, bajo un sol inclemente, nos enfrentamos al testimonio mudo de enormes pirámides truncas, anfiteatros y, en definitiva, a un misterio que, ni los arqueólogos logran descifrar. Si viajamos a lo largo del valle del Supe, descubrimos que la ciudad de Caral es sólo uno de los asentamientos. A lo largo del río, en las colinas, a ambos márgenes, observamos enormes ruinas que apenas comienzan a estudiarse. Es evidente que, culturas como la de los tiahuanakos y los inkas, no podían haberse desarrollado por generación espontánea. Hasta ahora, la “ciencia oficial” se limitó a hacer conjeturas al respecto. Se repitió durante años y se enseñó en las escuelas que “el hombre americano había cruzado por el estrecho de Bering y, por mar, desde la Polinesia”. Hoy sabemos que estas teorías, no pasan de ser elucubraciones. En esas piedras milenarias y en esas momias de Chile, está escrita una nueva historia.
Sin embargo, mi concepto de lo humano se refiere a una antropologíabastante más “holística”. Lo que nos diferencia de los animales inferiores y de nuestra propia “animalidad” es la conciencia que nos hace dueños de nuestras acciones, emociones, imaginaciones y pensamientos. La reacción de agresividad o la respuesta desagradable cuando, por ejemplo, otro ser dormido nos pisa los zapatos nuevos, no pasa de ser una reacción animal. Cuando maltratamos a otro sin razón, porque estamos “mal” es el animal que habitamos el que domina y actúa. Cuando imaginamos hechos fastos o nefastos que van a ocurrir, se trata de nuestra imaginación disparada por el sueño del animal humano que habitamos.
Lo humano va mucho más allá del pensamiento, o de un cerebro evolucionado que nos permite “razonar” o casi siempre “racionalizar”. Si, todo indica que el Pacífico fue poblado y colonizado desde América. Lo más probable es que las culturas de Mongolia y que los pobladores de los Himalayas y quizás de Asia, cruzaron desde América y son descendientes de las poderosas y antiguas culturas de los navegantes prehistóricos de América. Se dirá que es una elucubración. Pero no ya, tan descabellada como hace algunos años, antes de que descubriéramos que, las civilizaciones más antiguas del mundo, existieron en el hoy, seco e interminable Atacama y que, al remontar las cumbres de los Andes, se hicieron también a la mar para poblar el planeta.
No obstante, lo importante quizás no sea descubrir que ya existían civilizaciones aquí, antes de Egipto y Babilonia, sino que esas culturas y otras albergaron seres conscientes. La conciencia puede habitar cualquier vehículo. No tiene un espacio físico aunque pueda manifestarse a través del cerebro de un mono evolucionado. Se ha descubierto que, los delfines, tienen autoconciencia. ¿Nos hemos detenido a preguntarnos qué significa esto? Una visión más amplia del fenómeno humano podría bajarnos del pedestal en que hemos colocado al “homo faber”. La conciencia del “shamán” puede encarnar, la tradición dixit, en un jaguar, un gavilán o una serpiente. El brujo aprendería así a mirar la tierra desde el aire, el arte del acecho del puma, el conocimiento del fuego de la tierra y del volcán, o la permanencia y la observación del árbol milenario que vio al puma y al troglodita. ¿No es eso lo que hace el poeta cuando su imaginario lo convierte en lluvia, montaña o lago?
Creo que me he convertido en eso: antropólogo, después de todo. Por cierto, antropólogo de mi propia y pequeña realidad hominal. De la minúscula existencia real de mi propia experiencia. Perteneciente a la inmensidad de la nada que todo lo llena. Cuando y cómo apareció el hombre en América, no lo se. En todo caso, siguiendo esta línea de pensamiento, pudo vivir en algunos seres del remoto Caral, Tiahuanaco o Machu Picchu. O antes de que se manifestara ese extraño y quizás, digo quizás, innecesario fenómeno de la razón y la cultura. De lo estrictamente memorístico. Del aprendizaje mecánico que ha convertido al mundo en una usina eficiente, depredadora y, escasa, en todos los sentidos. Quizás lo humano apareció en el planeta antes del cuaternario, quién sabe, cuando no había antropoides, ni monos, ni nada semejante. De pronto, cuando llegamos, como me dijo un indio en el sur de Chile, éramos pequeños como uvas y de la forma de una uva y nos metimos a vivir en la cabeza de los gigantes y lo hemos olvidado. O llegamos cuando había camélidos, antes de los monos, quizás por eso, la llama es venerada en la tradición andina. O, licencia literaria, llegamos de la Atlántida y Lemuria, antes de la caída de las otras lunas de la tierra y ahora, nuestros antiguos cuerpos de roca, se convirtieron en montañas y los rostros enormes de las montañas son el reflejo de nuestras propias tumbas pétreas y la “escala de los gigantes” de Tiahuanaco y los cerros piramidales, de dimensión sobre humana, reminiscencias de un mundo perdido.
Aunque me importa lo verdaderamente humano, me gusta pensar, como el Noruego, que los europeos no descubrieron todo y que los asiáticos e indoeuropeos descienden de los indígenas y de los cholitos. Que el racismo y la prepotencia de la cultura que destruyó al planeta y a las civilizaciones americanas con su cruz y sus enfermedades venéreas, tienen, paradójicamente, el mismo origen humilde y modesto del “sudaka”.